La felicidad no se basa en anular las emociones incómodas, sino en saber aceptarlas y aprender a gestionarlas.
Ya lo hemos dicho en algún otro momento, el dolor es inevitable. Muchas veces nos topamos con pérdidas no deseadas, decisiones de otros que nos parecen injustas o errores que cometemos que nos machacan. Atravesar los momentos difíciles es también vivir y no quedarse dentro de fantasías o de películas de Hollywood con final feliz. Si actuamos con las emociones como hacemos con el dolor físico, corremos el riesgo de buscar esa pastilla que nos alivia cualquier mal momento. Y, cuidado, la química muchas veces es necesaria para situaciones realmente duras. Pero si echamos un vistazo a los números de venta de ansiolíticos y antidepresivos vemos que estos van creciendo progresivamente. De hecho, uno de los diez medicamentos más vendidos del mundo es un antidepresivo con un crecimiento del 23 por ciento en el último año y la infelicidad mundial, me temo, no se ha reducido en estos ratios.
Las emociones “incómodas” tienen un por qué en nuestra vida. La tristeza, la ira o el miedo son emociones básicas con las que nacemos todos los mamíferos. Se procesan en nuestro sistema límbico y el motivo es muy sencillo: nos ayudan a sobrevivir. Si un niño no tuviera tristeza, no añoraría a sus padres, por ejemplo. Si no nos enfadáramos, seríamos incapaces de romper ciertas situaciones que nos dañan. Y si no sintiéramos miedo en determinados momentos, nuestra vida podría correr peligro. Cualquiera de estas tres emociones tienen un por qué. Otra cosa es que se amplifiquen y nos paralicen o nos hagan tomar decisiones muy poco inteligentes, como cuando nos atenazamos por miedo o nos inflamamos de rabia. Daniel Gilbert, profesor de psicología de la Universidad de Harvard, va más allá. Nos dice que las emociones “negativas” son útiles porque nos permiten tener una brújula para apreciar las “positivas”. Es decir, para valorar las cosas necesitamos contrastes y estos no surgen si siempre estamos sin problemas los 365 días del año. Y aún hay más. Si el aprendizaje nos ayuda a sentirnos mejor con nosotros mismos, lo que se aprende en los desiertos o en situaciones que nos superan, no ocurre en los momentos dulces.
Por ello, necesitamos aprender a convivir con los momentos incómodos y con las emociones que tienen tan poco marketing, como la tristeza, el miedo o la ira. La felicidad no está en la ausencia de dichas emociones ni en la adquisición de cacharros que nos hagan nuestra existencia más cómoda. Está en saber aceptar los reveses a los que nos enfrentamos y descubrir qué tenemos que aprender de cada uno de ellos.
http://blogs.elpais.com/laboratorio-de-felicidad/2015/02/el-peligro-de-la-comodidad.html
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